EL CABANYAL
¿Qué orden siguen los restos de un naufragio? ¿Cómo se clasifica lo que fue, lo que ya no está? A los 8 perdí la niñez. “Murió tu abuela”, dijo mi madre.
Hasta entonces mi vida había sido la de mi abuela Amparín. Con ella pasaba el día. Mis padres me recogían por la noche. Mi universo era aquella casa y su prolongación: el barrio, el mercado, la playa. De aquel tiempo son las aceitunas de palillos largos, el helado coronado de sombrillas y bengalas en el Tío Pepe. Y los pollitos de plumas pintadas de colores. O las cometas desde la terraza y el mar de túnicas moradas por la calle de la Reina en la Semana Santa Marinera. También el picor del salitre en la piel y la nariz. Y una guitarra gitana de lamento fugitivo en la casa de la Palmera.
La muerte me llevó lejos de aquel lugar extraño y deslumbrante. Murió mi abuela y mi abuelo enloqueció. También falleció al poco tiempo. A la adolescencia le siguió el estudio de la fotografía. Y los años en Berlín, México y Nueva York. Una mirada y un pulso. Y la inercia por regresar al viejo territorio de la niñez. En el 2014 decidí fotografiar esta obsesión y hallé un paisaje devastado. Donde antes había el bullicio de comercios, de gentes, ahora crecen solares y casas tapiadas. Y las familias de siempre han vendido las viviendas. Ni la Semana Santa Marinera pasa por estas calles hechas añicos por la droga y la pobreza. Y sin embargo existe una voluntad de rebeldía. La diezmada flota pesquera sigue lanzando las empecinadas redes y la tardes son de brillantina y habas estofadas en la antigua bodega La Guapa.
¿Qué queda de real, de cierto, entre los cascotes de ayer, de mañana? Y me respondo que el vacío o la herida, pero también una dignidad y una resistencia. Por cierto, este lugar se llama El Cabanyal.
EL CABANYAL
¿Qué orden siguen los restos de un naufragio? ¿Cómo se clasifica lo que fue, lo que ya no está? A los 8 perdí la niñez. “Murió tu abuela”, dijo mi madre.
Hasta entonces mi vida había sido la de mi abuela Amparín. Con ella pasaba el día. Mis padres me recogían por la noche. Mi universo era aquella casa y su prolongación: el barrio, el mercado, la playa. De aquel tiempo son las aceitunas de palillos largos, el helado coronado de sombrillas y bengalas en el Tío Pepe. Y los pollitos de plumas pintadas de colores. O las cometas desde la terraza y el mar de túnicas moradas por la calle de la Reina en la Semana Santa Marinera. También el picor del salitre en la piel y la nariz. Y una guitarra gitana de lamento fugitivo en la casa de la Palmera.
La muerte me llevó lejos de aquel lugar extraño y deslumbrante. Murió mi abuela y mi abuelo enloqueció. También falleció al poco tiempo. A la adolescencia le siguió el estudio de la fotografía. Y los años en Berlín, México y Nueva York. Una mirada y un pulso. Y la inercia por regresar al viejo territorio de la niñez. En el 2014 decidí fotografiar esta obsesión y hallé un paisaje devastado. Donde antes había el bullicio de comercios, de gentes, ahora crecen solares y casas tapiadas. Y las familias de siempre han vendido las viviendas. Ni la Semana Santa Marinera pasa por estas calles hechas añicos por la droga y la pobreza. Y sin embargo existe una voluntad de rebeldía. La diezmada flota pesquera sigue lanzando las empecinadas redes y la tardes son de brillantina y habas estofadas en la antigua bodega La Guapa.
¿Qué queda de real, de cierto, entre los cascotes de ayer, de mañana? Y me respondo que el vacío o la herida, pero también una dignidad y una resistencia. Por cierto, este lugar se llama El Cabanyal.