La idea de normalidad aplicada al género humano es un mito y una utopía social trasnochada. Si nuestro único privilegio al nacer consiste en la posibilidad genética mediante de construirnos en el futuro una personalidad, con el paso del tiempo esa promesa hueca se llena de aconteceres, vericuetos afectivos y secretos íntimos que acaban configurando la fisonomía del rostro; esa cartografía emocional donde se registran tanto los gozos más intensos como las cicatrices más profundas.
Espejo del alma como alguien lo nombró, y también el pozo que se abre al abismo turbulento que es el drama de la existencia humana, no importa si ésta se desarrolla en un parque de Berlín, en la Roma o en la morgue de Oaxaca.
No hay personaje que sea inocente, y menos frente a una cámara. En eso consiste el famoso pecado original: en sabernos farsantes. Todo ser esconde un secreto, un drama íntimo que sólo a él compete y que se materializa en la expresión que el retrato congela y comprime en este preciso instante que vemos, atrapando las esencias del ser como quien huele un perfume y fantasea con escenarios lejanos de aterciopelado oropel.
Rubén Bonet
La idea de normalidad aplicada al género humano es un mito y una utopía social trasnochada. Si nuestro único privilegio al nacer consiste en la posibilidad genética mediante de construirnos en el futuro una personalidad, con el paso del tiempo esa promesa hueca se llena de aconteceres, vericuetos afectivos y secretos íntimos que acaban configurando la fisonomía del rostro; esa cartografía emocional donde se registran tanto los gozos más intensos como las cicatrices más profundas.
Espejo del alma como alguien lo nombró, y también el pozo que se abre al abismo turbulento que es el drama de la existencia humana, no importa si ésta se desarrolla en un parque de Berlín, en la Roma o en la morgue de Oaxaca.
No hay personaje que sea inocente, y menos frente a una cámara. En eso consiste el famoso pecado original: en sabernos farsantes. Todo ser esconde un secreto, un drama íntimo que sólo a él compete y que se materializa en la expresión que el retrato congela y comprime en este preciso instante que vemos, atrapando las esencias del ser como quien huele un perfume y fantasea con escenarios lejanos de aterciopelado oropel.
Rubén Bonet